miércoles, 1 de enero de 2020

Feliz cumpleaños, Guille.

Mi primer contacto con el antiimperialismo lo tuve siendo niño, y fue gracias a la abuela. Yo no alcanzaba aún los diez años, pero recuerdo bien que durante la guerra del golfo, en Irak, ella se la pasaba despotricando en contra de los "méndigos gringos", a los que tachaba de ser unos completos metiches que siempre asomaban las narizotas donde nadie los llamaba, y que vendían armamento a la contra nicaragüense. El resto de la familia trataba de hacerle ver que Sadam Husein era un dictador sanguinario y que la intervención militar yankie estaba justificada. Sin embargo, mi abuela se mantenía firme en su postura antibélica y antiintervensionista. Ella estaba en lo correcto, su visión sobre el conflicto era la más acertada. Lamentablemente carecía de los argumentos suficientes para demostrarlo. 

Además de ser antiyankie era antipriista. Me atrevería a decir que sus críticas al Partido de Estado caían, por momentos, en lo recalcitrante; y cada tres o seis años se le veía llena de rabia, tristeza y frustración al saber que los resultados de la contienda electoral en turno daban aplastantes victorias al PRI. La vida no le alcanzó para ver el 2018, y la lucidez mental no le alcanzó siquiera para entender el circo foxista del 2000. 

Así era la abuela, intolerante con los priistas y con la gente malinchista (los colonizados mentales presas del epistemicidio de la modernidad blanca y capitalista, dirían los intelectuales progres). Siempre argumentaba que nuestro país era bellísimo, lleno de recursos naturales, con el himno nacional y la bandera más hermosos del mundo, y que todos debíamos sentirnos muy orgullosos de nuestra patria. Tal vez por eso también repudiada a la gente que tiraba basura en la calle. ¡Parecen puercos! decía. Puedo aseverar con absoluta certeza que ella, lamentablemente, nunca leyó a Lenin ("Imperialismo, fase superior del capitalismo"), tal vez por eso sus argumentos no tenían el peso suficiente. No obstante -y esto sí me consta- todas las tardes, después de la comida, se sentaba a leer las enciclopedias que mi padre nos había comprado a mi hermana y a mí para hacer las tareas escolares. La historia de México, curiosamente, era su tema preferido: Las culturas mesoamericanas, el juarismo, la Revolución mexicana.

Justamente la hora de la comida era el momento en el cual más la disfrutaba, porque era el espacio donde nos compartía a mi hermana y a mí los recuerdos de su infancia: el cierre de los templos de la Ciudad de México a causa de la Guerra de los cristeros, la escuela primaria a la que había asistido, el tranvía, el fonógrafo, las visitas furtibas a la cocina de su casa para robar terrones de azúcar que rociaba con alcohol. Estos relatos siempre eran deliciosamente aderezados con sus frases célebres: "Son como la peste", decía cuando quería referirse a personas insoportables, en especial a los niños. "Eso queda hasta el 5to infierno" la utilizaba para referenciar algún lugar alejado de la ciudad. "Esto está que brama" era la manera de nombrar platillos muy picantes. 

De esas historias maravillosas que contaba guardo dos recuerdos entrañables. Uno es el relato en sí mismo; el otro era el alegar con ella. No se trataba de debatir ni contrastar ideas divergentes dentro de un trasfondo reflexivo y crítico; simplemente se trataba de cuestionar cualquier cosa que dijera. Apenas empezaba yo a contradecirla y me decía: “Habliche", "¡Callise! No me retobe". O la típica "Ora verás cómo no te hago nada". También utilizaba mucho el "Fregado chamaco". Pero la mejor de todas sus consignas hacia mí era la de: "Este niño va a ser líder". No fue sino hasta la universidad cuando tomando casetas, cerrando avenidas y organizando asambleas y mítines entendí a qué se refería con eso. 

Pasados algunos años yo me convertí en estudiante del CCH (¿Estudiante? Dejémoslo en asistente). Ya desde la década de los 90, formar parte de la comunidad universitaria, había dejado de ser un derecho y se había convertido en un privilegio. Fue en ese contexto que ocurrió conmigo una transformación por la cual, muy probablemente, todos los universitarios provenientes de familia proletarias atravesamos: apenas tenemos acceso a unas cuantas piscas de conocimiento crítico que el resto de la familia, por desgracia no tiene, y nos convertimos en unos pinches escuincles odiosos, petulantes e insoportables que, estúpidamente, creemos tener las respuestas a todo. Siendo así, y con mi espíritu chingativo fortalecido, buscaba el momento oportuno para lanzar el anzuelo que mi abuela siempre mordía: 

-Adiós, abuelita. Ya me voy a la escuela.
-Ándale, hijo. Que Dios te acompañe. 
-¡Ay, por favor! Dios no existe. 
-Aunque no exista te va a acompañar. 

En cierta ocasión, y bajo la misma lógica castrosa e irreverente de mi parte, me aventé la puntada de preguntarle qué era la masturbación. Mi madre, al escuchar mi pinche cuestionamiento insidioso e intrascendente, inmediatamente lanzó un grito desaforado diciendo mi nombre y exigiendo que dejara en paz a mi pobre abuela. No obstante, ese día, doña Guille se llevó la tarde y el reconocimiento unánime de los ahí presentes cuando, con toda la serenidad y la sapiencia acumulada por tantos años de vida me respondió con aplomo y clase:

-Ay, hijo. Pues la masturbabación es hacerse pendejo uno solo. 

En ese momento yo lancé una exclamación de asombro y, muerto de risa, le comencé a aplaudir; mientras tanto, y sin que yo alcanzara a verla, mi madre me gritó desde algún lugar de la casa, con cierto tono aleccionador: ¿Ya ves? Tú que querías asustar a tu abuela y mira, te salió peor. Mi madre tenía toda la razón, a esa edad yo me hacía pendejo solo prácticamente todos los días. 

Lamentablemente, el tiempo y el destino le tendieron a mi abuela una muy mala jugada. Con el paso de los años, la memoria comenzó a fallarle de una forma cada vez más perjudicial, al grado de que en los últimos años de su vida, ella se había convertido en una niña de no más de 10 años a la que era necesario brindarle atención y cuidados especiales y permanentes. No obstante, había momentos en los que llegaban a su cerebro pequeños chispazos de lucides que parecían obedecer más a un capricho de la vida que a un suceso cognocible mediante la ciencia. Ejemplo de ello ocurrió una mañana de sábado en la cual mi cuerpo recentia la resaca de la juerga y el jolgorio vividos una noche anterior. Por si esto fuera poco, los padecimientos etílicos provocados en el organismo se magnificaron por una muy reciente ruptura amorosa. 

Siendo así, me levante de la cama sintiendo dentro de mi cabeza una locomotora que corría a toda velocidad y que estaba a punto de descarrilarse. Una vez en la sala, y antes que cualquier otra cosa, me dispuse a escuchar casetes de Silvio Rodríguez para hacer mi existencia más miserable aún. Por alguna razón que no recuerdo, ese día mi abuela y yo nos encontrábamos solos en casa. De pronto comenzó a sonar en las bocinas del estéreo la canción de "Ojalá". Al escuchar los primeros arepegios yo me quedé sentado e inmóvil en uno de los sillones, mirando hacia ningun lado y sin decir una sola palabra; pidiéndole al destino que ojalá por lo menos me llevara la muerte. 

En ese momento, mi abuela - quien estaba pero nunca estaba debido a su falta de memoria- se acercó lentamente hacia mí y con un gesto lleno de dulzura y amor me dijo: "No sufras hijito", a la vez que me acariciaba el pelo. Después de eso se alejó de mí con la satisfacción de haber cumplido su misión. De mi reacción prefiero no hablar; simplemente me quedo con ese pequeño momento de lucidez que tuvo y que utilizó para brindarme un poco de consuelo. 

Así era Guille; sensible, cariñosa (siempre y cuando no la hicieras enfurecer), dicharachera, culta y educada, con una habilidad notable para poner apodos, amante de la música de Agustín Lara, admiradora de Cantinflas (¿Cuántas películas habremos visto juntos?), quien no desperdiciaba la oportunidad para tomarse una "cubita" con la familia y los amigos. En fin, el día de hoy traigo a cuento todas estas vivencias buscando con ello rendirle un muy humilde pero merecido homenaje.

¡Feliz cumpleaños, Guille! Donde quiera que estés.

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