viernes, 28 de junio de 2013

1. Recital de flauta dulce en el kinder. (1986)



El México de 1986 era un país distinto al de hoy en muchos sentidos: mi madre tardaba no más de 30 minutos en ir de Atizapán a Tultepec –es algo que resulta difícil de creer en la actualidad-. De lunes a viernes, subía a su vocho blanco al que apodaba “El Palomo” para recogerme a la 1:00 p.m. en el jardín de niños que se encontraba en Atizapán, y posteriormente trasladarnos a nuestra casa en Tultepec.

En esa casa de, supe lo que era ver volar por las tardes parvadas de aves itinerantes cuya especie desconozco (probablemente no existan más), las cuales se perdían en el cielo crepuscular. Matices de rojos sanguinolentos y purpuras profundos atestaban un cielo de azul que parecía inquebrantable, con nubes tan blancas que deslumbraban. Ni un solo ruido de automóvil se presentaba para perturbar esas imágenes, ni un solo olor a humo o a combustión lograba alterar estas imágenes bucólicas.

Los pleitos con mi madre, además de cotidianos, eran muy elevados de tono debido a mi negativa por hacer la tarea y por entrar a casa. La calle era un espacio mágico, único, irrepetible. Pocas veces he vuelto a experimentar esa sensación de libertad y de empoderamiento: Bendita sea mi calle…

Grandes sucesos convulsionaron al país en 1986; sin duda alguna el recuerdo más vívido que habita en mi mente fue la gran odisea que significo la Copa Mundial de Futbol. Nombres inolvidables se mencionaban todo el tiempo en los centros laborales y educativos, en los restaurantes y en las cafeterías, en las mesas familiares a la hora de comer: Hugo Sánchez –el que a la postre se transformaría para mí en un objeto de una admiración desbordada, propia de un niño de 7 años-, el “Abuelo” Cruz, Maradona, Platini, los brasileiros, los alemanes, ¡los penales!, ¡los malditos penales!… El mundial se convirtió en un placebo para la población después de todas las desgracias acaecidas en la ciudad de México, ocasionadas por el movimiento telúrico de 1985.

La ciudad y los capitalinos trataban de reconstruirse con base en la solidaridad, la fraternidad y la organización ciudadana; organización autónoma e independiente, ajena a cualquier mafia priista que pretendiera incorporarla a sus filas. Este movimiento civil se convertiría a la postre en un parte aguas de la historia contemporánea del país. Ante este panorama devastador, el futbol fue sin lugar a dudas una válvula de escape para el hartazgo de la gente, que exigía a gritos una alternativa de cambio ante la podredumbre del anquilosado régimen priista, que ya no daba para más: Pobreza, delincuencia, corrupción, contaminación ambiental, crisis económica, desempleo, etc. El abucheo generalizado por más de 100 mil almas hacia presidente Miguel de la Madrid en el estadio azteca, al momento de inaugurar el mundial, fue la más clara muestra del enorme rechazo de la población hacia la clase política hegemónica.

Mientras el mundial se jugaba en México, yo vivía mis últimos días en el jardín de niños; de hecho, las maestras preparaban con gran dedicación el festival de fin de cursos, el cual incluía bailables de Gabilondo Soler y un recital de flauta por parte de los niños de preprimaria. Este recital en el que participe fue montado por un maestro de música llego al Kinder de forma temporal, con la muy complicada misión de hacer tocar la flauta a los chicos que nos graduábamos ese año. Él era muy alto –de acuerdo a la perspectiva que yo tenía a los 5 años de edad-, con una barba cerrada y abundante, la cual solo dejaba al descubierto la nariz y la boca, además los ojos y la frente de su rostro; el músico de piel morena poseía también una pequeña melena algo desordenada y un rostro que al menos en mí, generaba una combinación de miedo y confianza. Creo que sus ojos eran los que me transmitían esa confianza.

Recuerdo bien que fueron las profesoras encargadas de mi grupo, las que nos informaron sobre la llegada del nuevo profesor de música, aún antes de que las clases comenzaran en forma. Se nos dijo que él era clarinetista y que el clarinete era un instrumento de aliento muy difícil de tocar. También se nos informó que nosotros tocaríamos la flauta.

A pesar de que ya son muchos los años transcurridos, mi memoria tiene presente lo sencillo que fue el familiarizarme con el pentagrama, con el nombre de las notas y probablemente también con las figuras rítmicas y sus duraciones, que es lo más complicado de racionalizar. En este momento, después de tantos años interpuestos entre esa época y el presente, me resulta imposible recordar con exactitud el método pedagógico utilizado por el profesor, del cual por cierto, tampoco recuerdo su nombre. No obstante, lo que tengo claramente presente es la utilización de colores como forma de diferenciar la ubicación de las notas en el pentagrama.    

Finalmente, luego de varias semanas trabajo –tal vez meses-, llego el festival de fin de cursos, así como el recital de flautas. Esa mañana las profesoras alistaron todo para que los alumnos tocáramos: acomodaron sillas formando un semicírculo para que las ocupáramos los pequeños artistas, y frente al lugar de cada uno de nosotros colocaron un atril con las partituras respectivas. Finalmente, al frente de todos nosotros, fungiendo como director, se encontraba el maestro de música, mi primer maestro de música que tuve.


Yo podía sentir los nervios invadiendo mi cuerpo al momento de estar sentado en la silla, con el patio repleto de personas desconocidas y ajenas a la escuela, las cuales no quitaban las miradas de nosotros. Trataba de estar atento a mi partitura llena de colores, así como a las indicaciones del profesor y, por supuesto, a la forma en que tocaba mi primer flauta. En lo que se refiere al repertorio que presentamos, no tengo el más mínimo recuerdo de las piezas que lo conformaban; el recital concluyo y las personas asistentes nos aplaudieron, mi madre me confirmo que se había escuchado “muy bonito”, y así fue como concluyo mi primer acercamiento académico y formal con la música. Muchos años después, sería mi madre la que me comentaría –tal vez más a manera de confesión-, que ese profesor había notado en mi grandes aptitudes para la música y que le había recomendado que comenzara lo antes posible con estudios formales. Mi madre nunca tuvo la oportunidad de llevar a cabo esa recomendación y tuve que esperar aproximadamente 10 años para poder hacerlo, ya por mi propia cuenta y sin que mis padres intervinieran.