El
México de 1986 era un país distinto al de hoy en muchos sentidos: mi madre
tardaba no más de 30 minutos en ir de Atizapán a Tultepec –es algo que resulta
difícil de creer en la actualidad-. De lunes a viernes, subía a su vocho blanco
al que apodaba “El Palomo” para recogerme a la 1:00 p.m. en el jardín de niños que
se encontraba en Atizapán, y posteriormente trasladarnos a nuestra casa en
Tultepec.
En
esa casa de, supe lo que era ver volar por las tardes parvadas de aves
itinerantes cuya especie desconozco (probablemente no existan más), las cuales se
perdían en el cielo crepuscular. Matices de rojos sanguinolentos y purpuras
profundos atestaban un cielo de azul que parecía inquebrantable, con nubes tan
blancas que deslumbraban. Ni un solo ruido de automóvil se presentaba para perturbar
esas imágenes, ni un solo olor a humo o a combustión lograba alterar estas
imágenes bucólicas.
Los
pleitos con mi madre, además de cotidianos, eran muy elevados de tono debido a
mi negativa por hacer la tarea y por entrar a casa. La calle era un espacio
mágico, único, irrepetible. Pocas veces he vuelto a experimentar esa sensación
de libertad y de empoderamiento: Bendita sea mi calle…
Grandes
sucesos convulsionaron al país en 1986; sin duda alguna el recuerdo más vívido
que habita en mi mente fue la gran odisea que significo la Copa Mundial de
Futbol. Nombres inolvidables se mencionaban todo el tiempo en los centros
laborales y educativos, en los restaurantes y en las cafeterías, en las mesas familiares
a la hora de comer: Hugo Sánchez –el que a la postre se transformaría para mí en
un objeto de una admiración desbordada, propia de un niño de 7 años-, el
“Abuelo” Cruz, Maradona, Platini, los brasileiros, los alemanes, ¡los penales!,
¡los malditos penales!… El mundial se convirtió en un placebo para la población
después de todas las desgracias acaecidas en la ciudad de México, ocasionadas
por el movimiento telúrico de 1985.
La
ciudad y los capitalinos trataban de reconstruirse con base en la solidaridad,
la fraternidad y la organización ciudadana; organización autónoma e independiente,
ajena a cualquier mafia priista que pretendiera incorporarla a sus filas. Este
movimiento civil se convertiría a la postre en un parte aguas de la historia
contemporánea del país. Ante este panorama devastador, el futbol fue sin lugar
a dudas una válvula de escape para el hartazgo de la gente, que exigía a gritos
una alternativa de cambio ante la podredumbre del anquilosado régimen priista,
que ya no daba para más: Pobreza, delincuencia, corrupción, contaminación
ambiental, crisis económica, desempleo, etc. El abucheo generalizado por más de
100 mil almas hacia presidente Miguel de la Madrid en el estadio azteca, al
momento de inaugurar el mundial, fue la más clara muestra del enorme rechazo de
la población hacia la clase política hegemónica.
Mientras
el mundial se jugaba en México, yo vivía mis últimos días en el jardín de
niños; de hecho, las maestras preparaban con gran dedicación el festival de fin
de cursos, el cual incluía bailables de Gabilondo Soler y un recital de flauta
por parte de los niños de preprimaria. Este recital en el que participe fue montado
por un maestro de música llego al Kinder de forma temporal, con la muy
complicada misión de hacer tocar la flauta a los chicos que nos graduábamos ese
año. Él era muy alto –de acuerdo a la perspectiva que yo tenía a los 5 años de
edad-, con una barba cerrada y abundante, la cual solo dejaba al descubierto la
nariz y la boca, además los ojos y la frente de su rostro; el músico de piel
morena poseía también una pequeña melena algo desordenada y un rostro que al
menos en mí, generaba una combinación de miedo y confianza. Creo que sus ojos
eran los que me transmitían esa confianza.
Recuerdo
bien que fueron las profesoras encargadas de mi grupo, las que nos informaron
sobre la llegada del nuevo profesor de música, aún antes de que las clases comenzaran
en forma. Se nos dijo que él era clarinetista y que el clarinete era un
instrumento de aliento muy difícil de tocar. También se nos informó que
nosotros tocaríamos la flauta.
A
pesar de que ya son muchos los años transcurridos, mi memoria tiene presente lo
sencillo que fue el familiarizarme con el pentagrama, con el nombre de las
notas y probablemente también con las figuras rítmicas y sus duraciones, que es
lo más complicado de racionalizar. En este momento, después de tantos años
interpuestos entre esa época y el presente, me resulta imposible recordar con
exactitud el método pedagógico utilizado por el profesor, del cual por cierto, tampoco
recuerdo su nombre. No obstante, lo que tengo claramente presente es la utilización
de colores como forma de diferenciar la ubicación de las notas en el
pentagrama.
Finalmente,
luego de varias semanas trabajo –tal vez meses-, llego el festival de fin de
cursos, así como el recital de flautas. Esa mañana las profesoras alistaron
todo para que los alumnos tocáramos: acomodaron sillas formando un semicírculo
para que las ocupáramos los pequeños artistas, y frente al lugar de cada uno de
nosotros colocaron un atril con las partituras respectivas. Finalmente, al
frente de todos nosotros, fungiendo como director, se encontraba el maestro de
música, mi primer maestro de música que tuve.
Yo
podía sentir los nervios invadiendo mi cuerpo al momento de estar sentado en la
silla, con el patio repleto de personas desconocidas y ajenas a la escuela, las
cuales no quitaban las miradas de nosotros. Trataba de estar atento a mi
partitura llena de colores, así como a las indicaciones del profesor y, por
supuesto, a la forma en que tocaba mi primer flauta. En lo que se refiere al
repertorio que presentamos, no tengo el más mínimo recuerdo de las piezas que
lo conformaban; el recital concluyo y las personas asistentes nos aplaudieron,
mi madre me confirmo que se había escuchado “muy bonito”, y así fue como concluyo
mi primer acercamiento académico y formal con la música. Muchos años después, sería
mi madre la que me comentaría –tal vez más a manera de confesión-, que ese
profesor había notado en mi grandes aptitudes para la música y que le había
recomendado que comenzara lo antes posible con estudios formales. Mi madre
nunca tuvo la oportunidad de llevar a cabo esa recomendación y tuve que esperar
aproximadamente 10 años para poder hacerlo, ya por mi propia cuenta y sin que
mis padres intervinieran.